CONTINUACIÓN DEL RELATO DESDE NAVIDAD DEL AÑO 1.950;

 CÓMO FUE LA "PEDIDA DE LA MANO DE LA NOVIA" EN NAVIDAD DEL AÑO 1.953

Y LO QUE RESPONDIÓ EL PADRE DE ELLA

 

     Era costumbre en este día y el de Reyes, ir a pedir por las casas, con el fin de hacer una merienda una vez terminadas las Navidades; por tal motivo, salimos a recorrer las calles que por desgracia donde no había nieve, había barrizales.

Todos los vecinos daban algo: éste 20 céntimos, aquel una morcilla, el otro un chorizo, el de más allá. Un huevo... de esta forma, en dos días, poco a poco se iba llenando la cesta; lo que daban en metálico lo guardaba yo por ser el alcalde del reinado.

       Por la tarde y noche, en el baile no hubo novedad digna de ser anotada en esta historia.

       Mucho tiempo pasé con mi Dulcinea, pero menos de lo que yo hubiera deseado. Su desconfianza, fingida o verdadera, era proverbial, ya que a veces se marchaba a jugar al “corro” con las amigas, dejándome como se suele decir, con la palabra en la boca, aunque después, cuando empezaban a tocar los gaiteros, nos juntábamos de nuevo.

       En el tiempo de mi permiso, que no fue mucho, tiempo hubo por parte de ambos para hablar de muchas cosas, ella sabía, dicho por mí, que el día 2 se me terminaban las vacaciones, quedamos en vernos en la despedida, cosa que cumplió a las mil maravillas; le volví a repetir que la dejaba total libertad, con el ramal suelto, pero guardando el equilibrio.

      Después de despedirme de la familia y sin más que anotar, a la una de la tarde del día 2 de Enero de 1.950, en la estación de San Leonardo subí al tren para reincorporarme al servicio en La Junquera, provincia de Gerona.

      Más, cuál no sería mi sorpresa que una vez en el vagón, me encuentro con uno del pueblo que tenía que incorporarse a la mili en Zaragoza. Este mozo, era uno de los de la competencia, se entiende: que “pretendía” o “tiraba los tejos” a la moza de mis pensamientos. No hablamos del poco dinero en metálico que había se recogido al pedir por las casas, ya que no quise entregarlo ni ellos me lo pidieron; supongo que pensaron que estaría con ellos todas las Navidades.

      En nuestra conversación, entre muchas cosas, salió a relucir lo de “los puñetazos”, que ya he comentado anteriormente. Bien sabía yo que se moría por preguntarme con qué intenciones iba yo con la chica en cuestión; me hice “el longuis”, saliéndome “por los cerros de Úbeda” y entre otras cosa le dije que tanto ella como yo, no teníamos en común nada más que la buena amistad como vecinos que éramos. Observé que se respingaba y cogía aliento una vez oídas mis últimas palabras. (Más tarde, al escribirme Dolores, supe que la había mandado una carta pretendiéndola con todas las de la ley; pero con poco acierto, ya que pensando que la tenía al alcance de la mano, no dejaba de decir algún que otro disparate).

      No sentí celos en ningún momento, ya que sabía y es mucho decir, que por aquel entonces no me hacía sombra ninguno de mis contrincantes.

      Llegado que hube a mi destino, me faltó tiempo para escribir una postal a la que todos sabemos, pocas palabras, localizadas todas ellas hacia el recuerdo de los días pasados.

      Al día siguiente, una vez reposado y organizado sobre mis ideas, paso a redactar una carta llena de buenos propósitos y tierna como el canto de un pajarillo. Sin atosigarla, le recomendaba que me contestara lo antes posible.

      Es curioso  que en tanto tiempo juntos en las pasadas Navidades, no pude sacarla el SÍ de palabra, sin embargo, sus ojos lo decían todo; no podíamos negar que tanto el uno como el otro, estábamos abocados a una atracción recíproca.

      A los pocos días, (que a mí me parecieron muchos), recibí una contestación sencilla, halagando y recordando el tiempo que juntos habíamos pasado; las fiestas de Navidad; terminando que... tal vez...., a lo mejor..., pero sin soltar prenda y despidiéndose como amigos. Lo que yo esperaba, se cumplió; con eso tenía bastante. El tiempo se encargaría de lo demás.

      Seguidamente y sin pensarlo mucho, me dediqué a componer una poesía para mandársela, ya que entonces como ahora, creía que era la forma más convincente de expresar el cariño y el amor a la persona amada. Decía así:

 

Dedicado a Dolores Muñoz con todo cariño.-

      

 

NUESTRO ENCUENTRO

   No me olvidaré yo nunca

La tarde de nuestro encuentro

¿Te acuerdas? Ya era de noche

nos juntamos sin saberlo

al bajar yo de mi casa

canturreando de contento

por ver si podía verte

dando vueltas por el pueblo.

Caían copos de nieve

de vez en cuando en silencio

en eso no me fijaba

iba con tu pensamiento.

 

   ¿Es que fue casualidad

entonces llegar a vernos?

No lo podría decir; sólo sé

que al darme la mano tú

sentí alegría y miedo;

porque queriéndote tanto

fue mi único consuelo

el que llegara la hora

de aquel preciso momento.

    

   No salía de mis dudas

creyéndome que era un sueño

por fin pude comprobar

que sí, que te estaba viendo;

que estabas cerca de mí

sorprendida como yo

de nuestro feliz encuentro.

 

    Hoy te digo la verdad

y de esta forma lo siento

nunca llegaré a olvidarte

porque de veras te quiero

y para mí representas

cómo yo seguir viviendo;

ya que de día y de noche

te llevo en mi pensamiento.

 

ooooooOOOOOooooo

 

 

La Junquera, 18 de Enero de 1.950

Firmado: Pausilipo Oteo Gómez

 

 

 

      Una vez que hubo recibido los versos que anteceden, su correspondencia se hizo más suave, así como si quisiera “entrar por el aro”, y en el encabezamiento de las cartas, empezó a poner “Recordado amigo:”.

      Los meses se pasaban, y en estas estábamos cuando falleció mi padre, (Q.E.P.D.) y por tal motivo, de prisa y corriendo, me trasladé al pueblo. Me esperaba un primo de la parte de “Los Chalecos” con su coche en la estación de San Leonardo. Seguidamente a casa, ya estaban allí todos los tíos y muchos primos. Por la tarde de aquel mismo día, el entierro. Al día siguiente, estando con los tíos viendo el huerto del “Arrencillo”, pasó la Dolores a unos 50 metros de nosotros con una oveja que llevaba al prado del Charcazo y yo, señalando hacia ella, dirigiéndome a todos, les dije: “Ven esa chica que va por allí, esa será mi mujer”.  Como no tenían noticia del caso que nos ocupa, no se cómo lo tomarían; tampoco se hizo ningún comentario.

      Aquella misma tarde como de refilón, la pude ver y estar con ella un rato, entre unas cosas y otras, nos quedamos como mudos, teniendo tantas cosas que decirnos. Quedamos en vernos al día siguiente. No faltó a la cita, la encontré bastante más dispuesta que las pasadas navidades; hablamos de nuestras cosas, de todo un poco. De tentarla, ni siquiera las manos; de darla un beso, no había ni que pensarlo; eso estaba totalmente vedado, por lo menos por aquellas fechas.

      Yo sabía que algún mozo no dejaba de asediarla; nunca la censuré y mucho menos sacarla del miente. Sabía yo sus pensamientos, mejor que ella misma.

      Así se pasaron aquellos días que fueron bien pocos, en la despedida. La mano y poco rato. La gente nos veía y como ella decía: “¡Se han visto tantas cosas!”

      Una vez en mi destino, seguimos escribiéndonos con regularidad. Las cartas llevaban el mismo encabezamiento. La propuse que nos tratáramos como novios; no dijo nada; ella seguía “en sus trece”. Cambió de parecer poco antes de ir yo de vacaciones en el mes de Septiembre.

 

      Una vez en el pueblo, la noté que había perdido mucho del miedo de las habladurías de la gente; ya que a escondidas y de noche, se dejaba tocar las manos. Hay una calle que más parece calleja, entre la carretera y su casa que ni a propósito para el flirteo de novios. Mas había un inconveniente. Una bombilla con poca luz pero alumbraba lo suficiente para que en caso de hacer juegos de manos, o llegar en estas medias a darnos un beso, nos podían ver, tanto de un lado como de otro. A ella esto de que nos vieran, no la interesaba, por tal motivo, si yo, en un momento determinado me quería sobrepasar, siempre me ponía excusas, sobre todo pensando en la dichosa bombilla.

        No teníamos otro sitio; en su casa... ni pensarlo. Aquella luz, había noches que me quitaba el sueño y llegué a la conclusión que tenía que hacerla añicos de la forma que fuera.

      Al otro día, bien de mañana, en un arroyo que hay cerca del lugar, me proveí de unos cantos rodados que  mi amigo “El Boni” los llamaba “gurrios”, pensaba y con acierto que solamente me harían falta dos, pero por si acaso fallaba, me hice con cuatro; un fuera que hubiera perdido aquel tino que tenía en mis tiempos de pastor, cuando iba con las ovejas de mi padre.

      Con ellos medio escondidos, los llevé al sitio “de marras”, dejándoles entre unas piedras, al alcance de la mano para cuando llegara la noche.

      Todo salió como estaba previsto. Después de un corto paseo, llegamos a nuestra calleja: Hablamos un rato de nuestras cosas. La propuse que me diera un beso. Ella: “Que nos pueden ver..., que la bombilla...”  No la dejé terminar; sin darme tiempo a pensarlo, me hago con uno de mis “gurrios” y a sobaquillo limpio, lo lanzo hacia la que me quitaba el sueño. Tanta inquina la tenía que saltó en mil pedazos al primer intento. En principio, por el ruido tan escandaloso que hizo, instintivamente corrimos hacia la carretera pero al no oír voces o cosa semejante, volvimos a nuestro redil y como aquello estaba totalmente a oscuras, a mis intentos no puso traba alguna y a partir de entonces, “todo fue coser y cantar”. Llevábamos en el cielo unos 30 segundos, cuando oigo así como una voz a mis espaldas. Bajo a la tierra, echo una ojeada a mi alrededor y no veo persona o cosa semejante. Pregunté a mi confidente, díjome ella que nada había oído; viendo que la dichosa voz, no tenía el valor que yo la di en un principio, volvimos a lo nuestro, aunque yo en estas lides, nunca fui partidario de palabra más, palabra menos.

      En eso de “coser y cantar” como decíamos anteriormente, es un decir. Eran tiempos que había sus formas y salirse de ellas era mal visto; ya que la gente estaba deseando de ver o saber algo fuera de lo normal para alimentar el cuchicheo en aquellos pueblos y en aquella época.

 

      El tiempo que todo lo avasalla, corría. Los años se amontonaba; yo iba a cumplir 33, llevábamos más de tres años de relaciones, por lo tanto, habíamos de tomar una determinación. La de pasar por la vicaría lo antes posible pero faltaba lo más importante, a saber: El consentimiento del padre de la novia.

     Era costumbre en aquellos tiempos el pedir la mano de la novia a su padre, de parte del padre del novio. Yo recurrí a mi hermano mayor, llamado Francisco. Sin más preámbulos, preséntele la papeleta seguidamente; él, de acuerdo y que si estaba todo arreglado. Díjele que sí. (sacado de los indicios de la novia).

      En éstas estábamos, cuando decidimos emprender la marcha para llevar a efecto nuestra misión.

      Era una tarde de diciembre del año 53, parda y fría. En los tejados, la nieve hecha ventisca, revoloteaba al compás del viento para reunirse en alguna depresión; causa por la que nos obligaba a llevar ropa de abrigo. Como la casa se hallaba cerca, llegamos en “un periquete”. Llamamos; nos salió abrir la madre de la novia, llamada Blasa; nos recibió amablemente invitándonos a pasar a la cocina. Allí estaba el padre, llamado Heraclio. Le dimos las buenas tardes, él nos contestó al mismo tiempo que atizaba la lumbre. Nos invitó a que nos sentáramos; la posición de cada uno en aquellos momentos, era la siguiente: el padre a la izquierda de la lumbre, sentado en un banco; mi hermano y yo sentados en una banqueta frente al fuego, la novia y su madre de pie, a la derecha. Nos hallábamos en esta situación cuando el padre y mi hermano se enfrascaron en una conversación ajena al asunto previsto. Hablaban con toda tranquilidad sobre el campo, el tiempo, etc.. Aquella conversación no tenía trazas de terminar, en vista de lo cual, no me quedó otro remedio que darle a mi hermano un par de codazos para que declarara el asunto que allí nos había llevado. Él, comprendió al momento, cortó la conversación que llevaban entre ambos, levantose y así como tosiendo un poco antes de empezar, dijo con voz bien clara:

           _”Heraclio, pido la mano de tu hija Dolores para mi hermano Pausilipo”

       ¡Qué le has dicho! Se levantó diciendo que no podía ser, que su hija era joven, que podía estar con ellos unos años más...

      Y como aquello, en vez de amainar, se arreciaba, sin decir una palabra, no fuera que lo enredáramos más, nos marchamos a nuestra casa. En el camino, mi hermano sacó a relucir que cómo aquello no estaba todo arreglado y no sé cuantas cosas más. Le vaticiné que antes de 48 horas, estaría todo allanado y bien allanado.

 

      No puedo asegurarlo, pero no me equivocaría mucho si afirmo que aquella noche no tomó bocado nadie viviente en la casa de mi novia: el gato se pasaría toda la noche maullando; el cochino hociquiando (hozando); el macho dando patadas a la pesebrera; los pollos cantando, (que seguramente los tenían buenos preparados para la boda).

 

      No me preocupé lo más mínimo. Permanecía en mi casa esperando acontecimientos. Antes de cumplirse el tiempo predicho a mi hermano, veo a través de los cristales del balcón venir al mismo mozo y confidente de la “la romana”. Llega a la puerta y llama por dos veces:

             _¡Pausi, Pausi!

      Asomo la cabeza y le digo:

              _¿Qué quieres?

      Él, sin dejarme terminar:

              _Ha dicho el tío Heraclio que vayas, que está todo arreglado.

      Cuando llegué, me recibieron con agrado y no se comentó nada de “la tormenta” de las dos noches anteriores.

Autor: Pausilipo Oteo Gómez

Escrito en Gerona, Febrero del 2.004... a los 50 años de casado.