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E L    A S N O    Y    Y O

U N O

     Como en todas las cosas, existen en el mundo, con toda seguridad, gafes de mayor y menor categoría.  Yo soy uno de poca monta y mi pequeña mala suerte viene desde la época de mi nacimiento. Mi padre, en cuanto me vio por primera vez, dijo:

  - Con esta cara, este chico a lo máximo que podrá aspirar en la vida es a hacer de mono en una película de Tarzán.

          Y para que al menos pudiera destacar en algo, se le ocurrió ponerme un nombre que se las trae y se las lleva.  Me llamo, con perdón, Nicaralestosio.

          Si yo le digo mi nombre a alguien que ha pasado de todo en la vida, a una distancia prudente y escondido tras un árbol...pues a lo mejor no pasa nada.  Pero vete al colegio con ese nombre y la conmoción que se origina es de campeonato.

         ¿Os imagináis a mi madre, diciéndome de pequeñín?:

     -¿Quieres teta, Nicaralestosito mío?

     Cuando cumplí 17 años decidí investigar por mi cuenta sobre mi nombre. Pregunté en un estanco, en una pastelería,  en una tienda de pájaros exóticos...Ni idea. En una farmacia me contestaron:

    -¿Nicaralestosio?...Creo que se nos ha acabado. Pero tenemos feldespato, antimonio, estroncio 90...

     Fui a la mili, pero me licenciaron el primer día. Adujeron que llevar ese nombre era como tener la peste, la sarna o la lepra...

     Menos mal que mis hermanos habían decidido llamarme Nick.

         Pero volviendo a lo del gafe, mi especialidad ha sido siempre la circulación. Yo, por ejemplo, jamás he podido aparcar mi coche en la capital de mi provincia. Bueno, miento, la verdad es que conseguí hacerlo en dos ocasiones; una fue en febrero del 87, aunque luego tuve que ir a recoger mi coche al depósito municipal. Y la otra fue en octubre del 93; después de haber estado dando vueltas durante dos horas y media, como de costumbre, de pronto vi algo increíble. Había encontrado un hueco para aparcar.

     Sintiéndome como en una nube y temblando de emoción, conseguí introducir mi vehículo en aquel sitio. Bajé del coche y me quedé durante un rato contemplando aquel espectáculo inaudito. Nadie lo creería cuando lo contase en mi pueblo. Necesitaría un certificado.

     En aquel momento apareció un guardia, que con toda amabilidad se prestó a hacerme el certificado.

     -Son cuatro mil pesetas- dijo al acabar de escribir- Tiene diez días de plazo para pagarlo.

     Ni siquiera tuve que pagar en el acto. Mira que hay gente buena por el mundo...    

     En otra ocasión, en que volvía yo de la capital sin haber podido aparcar, vi al borde de la carretera un hermoso prado y no pude resistir la tentación.. Introduje allí mi coche y aparqué. ¡Toma ya! Todo aquel sitio era para mí. ¡Qué maravilla! Estuve aparcado allí tres horas. En los ojos de los conductores que pasaban por el lugar se reflejaba la envidia.

       Pero donde mi condición de gafe circulatorio llega a extremos increíbles es mi relación con los semáforos. Esos malditos artilugios la tienen tomada conmigo. Jamás, digo bien, jamás he encontrado un semáforo que no esté en rojo cuando llego con mi coche. A veces, desde lejos, los veo verdes...pero cuando llego yo... ¡rojo que te quiero rojo!

     A veces, cuando yo llego, les toca ponerse verdes, pero se arrepienten y vuelven a marcar el tiempo en rojo. En una ocasión, el único coche que llegó a un semáforo fue el mío. Rojo. Todo normal. Por lo bajines dije: -¡Me cago en tu padre! No sé me oyó, pero estuvo en rojo 17 minutos.

     Semáforos rojos de 12, 20 y hasta treinta minutos...los he conocido yo. Y no lo digo por presumir. Otro día llego ante un semáforo. Rojo. De acuerdo, lo comprendo. Pero como al tal semáforo ya le tenía bien conocido, y era el de más mala leche, pensé:-De mí no te ríes.

     Me bajé del coche y me fui a tomar un café. A los 20 minutos volví. Seguía en rojo. Pero el conductor del coche que estaba detrás del mío también estaba rojo. El de más atrás, verde, el siguiente, amarillo y otro, morado. Un niño de unos ocho años que pasaba por allí con su madre, exclamó: ¡Mira, mamá, el arco iris!

       Sé que alguno no creerá lo que estoy contando. Pero es cierto. Como también es cierto lo que le pasa a mi mujer cuando va ella sola a la capital con el coche. Que tiene que pasar a recoger un vestido en la tintorería...No hay problema. A la misma puerta hay un sitio vacío para aparcar. Que tiene que ir a la peluquería...Llega allí y en el mismo momento, perfectamente cronometrado, se marcha otro coche.

     Respecto a los semáforos...ella está totalmente convencida de que todos son verdes. Jamás ha encontrado uno en rojo. Un día me dijo: -He oído decir en la peluquería que como siga aumentando el número de coches, van a poner semáforos rojos en la capital.

     Respecto a las multas de tráfico...para qué hablar. Sólo diré que ya antes de tener coche me habían multado siete veces...Aunque me las perdonaron, porque no acertaron a escribir mi nombre.

       UNO  Y  MEDIO

     Mis problemas con el tráfico  vienen de antiguo, y con toda clase de vehículos. No me resisto  a contar una anécdota que me ocurrió cuando tenía 17 años, con un vehículo muy especial. Podríamos decir que se trataba del “seiscientos” de los animales de transporte. Ni más ni menos...de un burro.

     Ocurrieron los hechos de autos, digo de asnos, a finales del mes de Agosto. Jamás hubiera yo imaginado que iba a hacer el ridículo ante tantos espectadores. Yo había terminado el bachillerato y me sentía orgulloso, ya que ningún otro vecino del pueblo había llegado a tanto. Y en Octubre comenzaría mis estudios universitarios.

     Yo nunca he logrado entenderme con los animales (que nadie se moleste). Mi padre era funcionario, al contrario de los demás vecinos del pueblo, que eran trabajadores de verdad. Agricultores y buena gente. Tanto, que todos los años alguno de ellos nos prestaba un trozo de terreno para plantar sandías y melones. Lo hacíamos a medias; ellos nos dejaban la tierra, la labraban, la sembraban y, cuando maduraban los frutos, nosotros nos los comíamos. Ellos eran los buenos y nosotros los listos.

     Pues bien, aquel año habíamos tenido una buena cosecha y cada día había que ir a recoger algunos melones y sandías para el consumo diario, hasta que llegara el día de hacer la recolección total. El terreno se hallaba a unos dos kilómetros del pueblo, por lo que era preciso llevar un animal de carga, provisto de unas buenas alforjas.

      La noche anterior, un vecino nuestro nos prestó su asno, con lo que evitábamos tener que ir a recoger al animal a las cinco de la mañana, que era cuando marchaban todos a trabajar al campo. Esas horas de la mañana sabíamos que existían, pero nunca las habíamos visto. Mi madre y yo, que éramos los madrugadores de la familia,                        nos levantábamos a las nueve de la mañana. Como eran vacaciones, mis hermanos, estudiantes como yo, no se separaban de las sábanas hasta cerca del mediodía.

     Así es que ese día, a la intempestiva hora nona matinal, me levanté dispuesto a ir yo solo hasta el melonar, con la única compañía del pollino. Me vestí sin hacer ruido, para no despertar a mi hermano pequeño, de ocho años, que dormía conmigo. La noche anterior había insistido en acompañarme, pero yo no quise que se diera un madrugón.

     Cuando bajé a desayunar a la cocina, encontré una nota de mi madre, en la que me decía que se había ido a la compra y mi padre a la capital. Terminado el refrigerio, me dirigí hacia la cuadra en busca del burro. La casa en la que vivíamos era alquilada, propiedad de un rico labrador. Por ello disponía de las dependencias propias de la profesión. Tenía también un corral bastante amplio. Nosotros carecíamos de animales grandes, pero sí teníamos unas cuantas gallinas y un cerdo, que se dedicaba a engordar para estar a punto por Navidad.

      Entré en la cuadra con aire autosuficiente, sabiéndome superior a  sus ocupantes. El borrico se encontraba atado al pesebre por medio de una cadena, de pie.

     Como si ésta fuera una novela de verdad, voy a hacer una somera descripción del lugar de los hechos. La cuadra era una pieza rectangular, con el pesebre adosado a una de la paredes más largas. A continuación se hallaba la cochiquera  del cerdo que en ese momento estaba abierta pues el animal había salido a dar un garbeo por el corral, después de que se había atiborrado con la comida que mi madre le había preparado antes de marcharse.

     En la pared de enfrente se hallaban colocados, en disposición paralela, dos largos palos situados a un metro de altura del suelo y que servían para que en ellos se situaran las gallinas para dormir. También ellas se encontraban en el corral en ese momento. Justo debajo de los palos, en el suelo cubierto de paja, había un par de nidales donde las gallinas ponían los huevos.

     En los dos lados más cortos de la estancia se abrían sendas puertas que comunicaban, una con la vivienda y la otra con el corral.

     Cuando yo entré en la cuadra, el asno se encontraba estacionado paralelamente al pesebre, con la cabeza dirigida hacia la puerta del corral. No demostró haberse enterado de mi presencia, cosa que no me ofendió porque, qué podía esperarse de la educación de un pollino...Salí al corral para ver qué tal día hacía. Espléndido.El cerdo estaba hocicando el suelo del corral, removiendo el fango que se formaba en la zona del desagüe del fregadero de la cocina. Mientras, las gallinas se dedicaban a picotear de allá para acá, al igual que el pavo que habíamos comprado hacía algunos días, y que estaba predestinado al sacrificio navideño.

     Regresé al interior de la cuadra y observé que en el suelo se hallaban la albarda y las alforjas, que también nos había prestado el vecino. Como no estaba muy seguro de si la albarda era para el burro o para mí, prescindí de ella. Coloqué las alforjas sobre el lomo del animal, con gran destreza, como si no hubiera hecho otra cosa en toda mi vida. Lo cual era casi verdad.

       Y  DOS

      Desenganché la cadena del pesebre y enfilé hacia la puerta del corral, con la lógica intención de que el animal me siguiera, ya que la cadena nos unía a ambos. Ésta se tensó...y yo me senté, a consecuencia del tirón, ya que el asno ni se había movido.

     Sorprendido, pues no me esperaba tal cosa, me volví hacia él. Era una estatua. La verdad es que desde que yo había llegado a la cuadra, no le había visto mover ni una oreja. Le miré a los ojos; ni un pestañeo. ¿Estaría dormido con los ojos abiertos? La verdad es que yo no sabía si los burros podían dormir de pie y con los ojos abiertos. Podría ser; pero no era normal que a esa hora de la mañana un burro estuviese dormido; eso quedaba para mis hermanos. Le di una palmadita en la grupa, sin efecto alguno. ¿Estaría muerto?...¿Un burro muerto de pie? Eso sería más raro que mi nombre.

     Volví a intentar coger la cadena y tirar de ella. En ese momento, en el dintel de la puerta del corral, vi la silueta del gallo, el único que teníamos entre una docena de gallinas. Siempre me había parecido un chulo y no gozaba en absoluto de mis simpatías.

Tiré de la cadena con todas mis fuerzas y lo único que conseguí fue patinar y caer de rodillas; el burro, inmutable. Volví la mirada hacia el gallo y me pareció observar en él una expresión burlona.

     Me levanté y reconsideré la situación. Allí estaba yo, casi un universitario, incapaz de hacer arrancar a un asno. Dudé de mi superioridad intelectual. De la física, nada.

     Eran ya casi las diez de la mañana y aún no había conseguido salir de casa. Ante mí tenía yo un burro al que no podía, no ya hacerle salir de la cuadra, sino ni siquiera que moviera una pestaña. ¿Qué hacer? Había que cambiar de táctica. Le agarré por la cabeza y tiré con fuerza, apretando los dientes (los míos). Nada. Me abracé a su cuello y volví a tirar. Menos. Bueno, menos no, igual; o sea que nada.

     Eché otra ojeada a la puerta del corral. El número de espectadores había aumentado. Junto al gallo había cuatro o cinco gallinas. Me limpié el sudor de la frente. Quise obrar con educación y delicadeza (cosa innata en mí) y le supliqué al asno que hiciera el favor de seguirme...¡el hijo de su madre no me hizo el menor caso! Le grité y le insulté:-¡Animal, bestia!  Pero, evidentemente, a un burro, tales epítetos le deben sonar a música celestial.

     Le conté un chiste, a ver si le caía en gracia. Le di la espalda un momento y me volví rápidamente para ver si le pillaba moviéndose. Hasta pensé en rezar a San Antonio, pero desistí de hacerlo; el patrón de los animales no se iba a poner de mi parte...

     La verdad es que se me estaba acabando la paciencia. Aún quise probar otro método, un poco bruto: apoyé mi hombro en sus nalgas, colocando mis pies en la pared posterior y apreté con todas mis fuerzas. Casi se me salen las tripas por la boca. Pero el burro...seguía clavado en el suelo.

     Estaba jadeante y cada vez más sudoroso. Descansé un rato. Ya eran las diez y media. En la cuadra habían entrado ya todas las gallinas y se habían subido a los palos del gallinero, para ver mejor el espectáculo. El maldito gallo se lo estaba pasando en grande. Seguro que él había avisado a todas las gallinas.

     En ese momento entraron también en la cuadra el pavo y el cerdo. Ya estábamos todos.Incluso me pareció ver cuatro o cinco moscas en el extremo del primer palo. No podía defraudar yo tanta expectación, así que se me ocurrió otra cosa: montar sobre el tozudo animal y espolearle con mis tacones. Dicho y hecho. Cogí carrerilla y di un brinco con tal ímpetu que pasé el objetivo y quedé extendido sobre el pesebre. La carcajada fue general. La verdad es que la actuación no era para menos. Hasta el cerdo chilló de júbilo. Mi amor propio y mi trasero quedaron resentidos. Eché una furiosa mirada al chulo del gallo, que abría la boca demasiado, y volví a mi posición erecta. Observé que el número de moscas había aumentado considerablemente y que el pavo y el cerdo se habían colocado en un lugar confortable y con una inmejorable visibilidad.

     Ya eran las once y mis hermanos estaban a punto de madrugar. Si me veían en aquella situación el cachondeo iba a ser de padre y muy señor mío. Menos mal que mi madre no había regresado aún de la compra.

     De pronto se me ocurrió una idea, yo creo que estupenda. Fui a la cocina, encontré un par de hermosas zanahorias y regresé al lugar de la escena. Al entrar cesaron los murmullos y comentarios de los contertulios. Se hizo el silencio absoluto y la expectación fue enorme.

     Me coloqué delante del burro, en la que iba a ser mi última tentativa. Bruscamente le mostré al animal las zanahorias en actitud tentadora, al tiempo que le miraba fijamente a los ojos... Iluso de mí; la catedral de Burgos tenía el baile de San Vito comparada con aquella estatua.

     Furioso, tiré las zanahorias contra el imbécil del gallo en el momento en que volvía a abrir la boca, con tanto acierto que una de ellas se le clavó en el pico. Un pequeño consuelo para mí.

     Desesperado, salí al corral; paseé un rato y luego me senté en una vieja silla que había allí, de espaldas a la puerta de la cuadra.

     Llevaba unos minutos en tal posición, cuando oí ruido de pisadas tras de mí. Volví la cabeza y vi a mi hermano pequeño que salía de la cuadra, con la cadena en la mano y el asno siguiéndole mansamente.

     Con la boca tan abierta que me habría cabido un armario, les seguí con la mirada. Inmediatamente tras ellos salieron al corral el gallo y todo su harén, el pavo y, cerrando el cortejo, el cerdo escoltado por aire por el enjambre de moscas.

     -¡Hola! – me saludó mi hermano- ¿Has visto que animal tan dócil? Siempre que a un burro le llamas por su nombre, te sigue enseguida. ¿Vienes, Nick?

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  BIBLIOGRAFÍA

  Aunque no es mucho lo que me ha ayudado para la realización de este trabajo (más bien nada), quiero agradecer la lectura (por un amigo mío) de las siguientes obras:

  “Platero era yo”, de Jotaerre Jiménez.

“La revolución de las especies”, de Charlón  Darbin.

“Rocinante, el de la mancha”, de Pancho Sanza, escudero de un manco (no tan manco, aunque sí ciervo antes).

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